Me gustaría terminar este ciclo de notas sobre la participación de la selección peruana en la Copa Mundial Rusia 2018, después de 36 años, con un comentario sobre la tesis de doctorado de Gerardo Álvarez Escalona, titulada “Espectáculo deportivo y formación de identidades en el fútbol. Lima, primera mitad del siglo XX” (México DF: El Colegio de México, 2013).
Se trata de una interesante investigación, que esperamos pronto se publique, que traza la historia del fútbol peruano. En ella se explica cómo lo que era la práctica esporádica de un deporte inglés que los marineros insuflaron en un pequeño grupo de entusiastas a fines del siglo XIX, se convirtió ya para la segunda década del siglo XX, en un entretenimiento masivo, cuyas primeras competencias internacionales se transmitieron por telégrafo.
Leer este documento me hizo reflexionar sobre un aspecto que se explica muy bien en la tesis, el paso del fútbol como un juego –en el que lo importante era participar, divertirse, ejercitarse–, al fútbol como una profesión que implica dedicación exclusiva y el objetivo de la victoria. Gerardo Álvarez plantea un primer momento en el que el fútbol se regía por las normas del olimpismo, lo que implicaba muchos sacrificios de parte de quienes resolvían hacer un espacio en su tiempo, en su cotidianidad y en su vida para ejercitarlo, sin recibir ninguna retribución monetaria. Pensar que algunas de las figuras más importantes de la historia de nuestro fútbol nacional combinaban su afición con la recolección de basura, con el trabajo como obrero, con los estudios, parece increíble en comparación con el presente. Ello contrasta drásticamente con sueldos que hoy en día son exorbitantes para una actividad que si bien nos entretiene a todos y que podemos interpretar como un síntoma de nuestra propia sociedad, es muchas veces grosera, hasta indecente en un mundo en el que millones de personas mueren de hambre o en el que aquellas profesiones medulares para la sociedad -maestros, agricultores, enfermeros, policías- tienen sueldos de miseria.
Durante el mundial se mencionó este aspecto monetario del fútbol, sobre todo cuando aparecía en escena la selección brasilera, con algunos de los jugadores mejor cotizados del mundo, de lo que se hacía alarde al señalar que habían más de 250 millones de dólares en el campo de juego. Lo cual nos indica que las estrellas del fútbol son como estrellas de Hollywood y podríamos hacer diferentes lecturas partiendo de esa afirmación. La profesionalización del espectáculo fue un paso obligado una vez que las masas empezaron a practicarlo y a interesarse por él, ya los terrenos baldíos no eran apropiados ni para jugarlo ni para apreciarlo, así se fue creando una prensa especializada, entrenadores especializados, hasta el presente en el que el fútbol se ha convertido en una industria que deja varios millones de millones de dólares en todo el mundo.
Volver atrás en el tiempo, a través de la investigación de Gerardo, tan amena, precisa y bien documentada, me lleva a preguntas utópicas sobre lo que se perdió cuando el fútbol dejó de ser una pasión desinteresada para volverse interesada. Estoy segura que hay diferentes escalas de ese interés, por ejemplo Paolo Guerrero en nuestra selección demostró su amor a la camiseta una vez que no descansó hasta que le permitieron jugar por el Perú en el mundial. Y en cambio, por más que apreciamos el estilo y la calidad del juego de Neymar, es lamentable verlo hacer rabietas de bebé en el campo, siendo un profesional de su altura. ¿Y el fútbol de mujeres, dónde queda? Gerardo Álvarez establece la historia de nuestro fútbol enfatizando que se trata de un deporte y un espectáculo de hombres, que la hombría y la virilidad fueron los principales valores que movilizaron, formando así parte de la identidad masculina dominante. Una identidad masculina que poco a poco cede paso a las lágrimas y que éstas dejan de cuestionar la identidad del hombre, como se apreció en Rusia este año.
Quienes vimos perder a Perú apelamos al discurso de perder con honor, porque vimos su esfuerzo y su entrega en la cancha, la que lamentablemente no fue suficiente para pasar a la siguiente fase. A la vez se enarbolaron muchos discursos justificatorios, como el que volver después de 36 años ponía mucha presión sobre los jugadores, como que no haber jugado en un mundial antes los dejaba sin experiencia en torneos de esa naturaleza. En efecto, mi lectura radicó sobre la gran presión emocional que significaron los partidos y por ello el último, una vez que no había esperanzas de clasificar, se sintió mucho más suelto, mucho más alegre, más como un juego que hay que disfrutar, gozar pero en el que no te juegas la vida, ni el sueldo, ni el nombre de la patria. ¿Es que no había otra salida para el fútbol que volverse un negocio? En fin, son algunas de las interrogantes que tal vez podremos desarrollar más adelante.
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